Siempre he estado convencida de que la suerte me favorece. Cada
vez que las cosas se han puesto difíciles y antes de llegar a una situación
límite han surgido circunstancias que han aliviado la situación y me han
permitido recuperarme. Puede que sea una forma excesivamente positivista de ver
las cosas o, simplemente, que soy conformista, lo cierto es que, en momentos de
dificultades, tengo plena confianza en que los problemas, antes o después,
perderán virulencia, lo cual refuerza mi confianza y me permite adoptar una
actitud expectante y serena ante las contingencias desfavorables.
Tengo cuarenta y un años, trabajo como
relaciones públicas en una empresa comercial y distribuidora de equipamientos,
estoy separada, no tengo hijos y vivo, hace ya tiempo, sola, en un
céntrico apartamento de Madrid que he adaptado a mi gusto.
Mi trabajo consiste teóricamente en
coordinar las actividades que los directivos de la empresa mantienen con los
grandes clientes, proveedores, delegados y agentes de la organización. En
realidad dedico la mayor parte de mi tiempo a preparar la actividad pública del
consejero delegado de la empresa: viajes, entrevistas con prensa,
reuniones con clientes preferenciales y mil actos más a los que
asiste, para mantener las relaciones que después facilitan la generación
de negocio.
Una vez al año, tengo que organizar la
junta de accionistas y cada trimestre las reuniones del consejo de
administración, aunque estos eventos están muy regulados y no precisan más
atención que seguir la pauta establecida.
Es en las reuniones con grandes clientes
dónde hay que estar especialmente atentos ya que, una omisión insignificante o
una palabra fuera de lugar, puede producir una incomodidad de efectos
imprevisibles en las ventas de la empresa. En este aspecto las variables que se
pueden producir son infinitas. Generalmente los interlocutores de las empresas
no son los presidentes o directores generales sino los jefes de compras,
administradores financieros o similares, es decir, directivos que tienen un
puesto de gran responsabilidad en la empresa, con capacidad de decisión o, al
menos, de influir decisivamente en los contratos, pero que no son los últimos
responsables de las mismas y por tanto el trato personal que se les dispense en
los actos que se organizan inciden en gran manera en sus decisiones finales.
Hay una infinita variación en sus personalidades aunque todos suelen coincidir
en algo: su gran exigencia. Por ello cada vez que hay que organizar un evento,
al que eufemísticamente denominamos ‘’convención’’ cuando en realidad es una
francachela más o menos disimulada, tengo que dedicarme full time a programar y
planificar hasta el último detalle. Pese a eso, siempre hay que estar a la
expectativa para resolver cada minuto las cuestiones imprevisibles que, con
absoluta certeza, surgen.
Mi vida personal transcurre con cierta
comodidad y sosiego. No me siento obligada a nada ni a nadie y hace tiempo que
decidí no crearme más obligaciones ni ponerme más límites que los que mi propio
interés me aconseje. Esta convicción interna, que siempre ha sido una de
mis ideas frente a los convencionalismos, se ha visto confirmada desde mi
separación hace ahora seis años. Cuando digo separación no deja de ser un
término inapropiado porque cuando mi marido se fue a vivir con otra mujer,
decidimos mutuamente no separarnos ni divorciarnos legalmente. Ambos tenemos
fobia a los procesos legales y realmente lo esencial es que él se quedó
entontecido por su nueva compañera. Yo siempre he sido muy práctica y ante lo
inevitable de la situación no me pareció oportuno hacer escenas ni poner
dificultades. Simplemente llegamos a una razonable separación de bienes y
cada uno vivimos nuestra vida. Cuando necesitamos algo del otro nos ponemos en
contacto y mantenemos una relación distante pero cordial. Alguna vez él ha
intentado comentarme alguna dificultad con su nueva pareja, pero le he cortado
tajantemente porque el que yo entienda que el mundo no se acaba cuando una
relación se agota no quiere decir que me convierta en confidente ni consejera
de mi propio ex, aunque como ya he dicho, no es ni ex. En todo caso, es un
hombre muy inteligente, culto, intelectual y competente y por tanto un total
ignorante de los recursos de una chica joven, entonces ella tenía veinticuatro
años, la mitad que él, que se quedó entusiasmado por el efecto que
produjo en una niña con carita de muñeca, cuerpo de vedette y cerebro de
mosquito. Lo cierto es que yo, que había admirado su inteligencia y capacidad
intelectual, quedé con serias dudas sobre las lagunas cerebrales que hasta los
hombres más capaces llegan a cubrir con excrecencias hormonales.
Por otra parte, yo nunca he querido entrar
en competencia física con otras mujeres. Soy moderadamente atractiva, me
mantengo en forma por medio de un ejercicio bien programado y mi figura es
proporcionada, con el pecho breve, lo que a mi edad es una ventaja, y las
caderas amplias. Hago referencia al pecho, porque ha sido durante bastante
tiempo algo que me tenía acomplejada. Es ahora cuando valoro que
mantengo los senos firmes, al ver que las mujeres con pecho voluminoso lo
tienen totalmente caído. Lo que no ha impedido que durante muchos años sintiera
profunda envidia de las amigas y compañeras dotadas de unas soberbias
tetas, como la actual compañera de mi marido que tiene un espléndido par que
supongo algo habrá tenido que ver en la pérdida de sentido común que él ha
demostrado.
De todos modos, hago la alusión como puro
referente porque son dos aspectos que tengo totalmente superados.
Nunca he dado especial trascendencia a la
actividad sexual. Para mí no ha sido nunca algo prioritario ni un tabú
inabordable. Tuve tres novios anteriores a mi marido con los que, con más o
menos frecuencia, mantuve relaciones íntimas. Los tres eran bastante diferentes
entre sí, desde el primero, cuando ambos éramos muy jóvenes, que tenía una
tremenda obsesión por el sexo y resultaba un tanto agobiante, hasta el
último, que era todo lo contrario, parecía como si lo tuviera que hacer por
puro compromiso. Mi marido, en ese sentido, coincidía bastante conmigo ya que,
sin dejar de verlo gratificante y satisfactorio, no lo consideraba como el
elemento vital más importante. Aunque supongo que la niña de marras habrá
sabido despertar en él algo a lo que yo no presté atención. En todo caso, nunca
he tenido mayores problemas para adaptarme al ritmo de mis parejas. Lo que si
he ido percibiendo con los años es que las relaciones con amigos de gran
confianza y con los que no media ningún tipo de compromiso personal me producen
más satisfacción que cuando existe una vinculación emotiva. Yo no soy
dada a los amores eternos ni profundas pasiones y puedo disfrutar gratamente
con una persona con la que tenga la suficiente sintonía como para contemplar el
sexo como algo que se comparte, y no que se exige o se impone o se poseé.
Desde que me separé he hecho amistad con
varias personas, tratando de cubrir el vacío que la ruptura me produjo, aunque
nunca he renunciado a disfrutar la soledad como una sensación íntima y
personal. Entre los distintos amigos con los que aún me reúno en ocasiones, he
intimado con dos o tres, siempre de una forma descomprometida, no programada y
esporádica. Como ya he dicho antes, es algo a lo que no doy trascendencia y si
la ocasión es propicia y apetece a ambos, se vive la oportunidad sin más
elucubraciones mentales.
Cosa diferente es cuando alguien
trata de imponer, presionar o simplemente disimular el interés en ese terreno.
Cuando me separé, los compañeros de mi trabajo, con los que había tenido siempre
una relación atenta aunque superficial, me manifestaron su hasta entonces
desconocido afecto y me ofrecieron su ayuda para salir del mal trago lo mejor
posible. Yo me sentí agradablemente sorprendida por una reacción que realmente
no esperaba, hasta que me fui dando cuenta de que todo su interés en
darme apoyo y consuelo se orientaba más o menos disimuladamente en hacerlo en
mi cama.
Ni que decir tiene que, con mi mejor mano
izquierda, decliné sus ofrecimientos presentando una actitud compungida que
estaba muy distante de sentir, pero que fue suficiente para quitarme de encima
a aquella caterva de oportunistas.
Peor lo pasé más tarde. En aquella época
el consejero delegado de la empresa, que hasta entonces había mantenido conmigo
una actitud totalmente profesional, comenzó a manifestar de forma muy desvaída
una cierta actitud insinuante en el terreno personal. Era un individuo engreído
y prepotente. Muy poseído de su buena estampa, creía que todas las mujeres que
trabajaban en la empresa tenían que estar desquiciadas por él, gracias a
sus encantos. De hecho, ya había tenido varias escaramuzas con chicas que
trabajaban en la casa, muy jóvenes por lo general.
Por alguna razón, el hecho de mi
separación, hizo que fijase su atención en mí. Aunque de forma
disimulada, cambió de actitud y, en lugar de las meras conversaciones
profesionales sobre la actividad, fue introduciendo términos y comentarios que,
nadie que no estuviera advertido, habría podido considerar intencionados aunque
para mí el cambio en el tono resultaba evidente.
Decidí darme por no enterada y mantener mi
actitud habitual. Sin duda no le satisfizo mi postura porque percibí que su
trato se volvió paulatinamente tenso y crítico. Las insinuaciones seguían
siendo veladas y ambiguas y mantenía una actitud intermedia entre la invitación
no expresada y la difusa agresividad dejando claro que no estaba conforme con
mi falta de interés por su persona al tiempo que nunca decía abiertamente
cuales eran sus intenciones.
Pasé una época agobiada. Notaba que me
presionaba indirectamente y que era objeto de un acoso sutil e indemostrable y
aunque, como ya he dicho, soy animosa y confío en que todo mejora finalmente,
la situación era tan estresante que por momentos dudaba sobre mi propia
teoría.
Él, por su parte, debió tomar el tema como
un asunto personal porque se dedicó a buscar excusas para hacerme difícil mi
trabajo. Me ocultaba información esencial de los eventos que tenía que
organizar hasta el último minuto, con lo cual muchas veces tenía que cambiar
programaciones bien estructuradas con el riesgo de que se produjesen fallos. En
las reuniones que había concertado me ignoraba sistemáticamente, aunque si
surgía cualquier imprevisto que precisara solución me exigía la respuesta
inmediata. Adoptó la costumbre de llamarme a última hora de la tarde, cuando
todo el personal de la empresa se había ido ya, para, según decía, estudiar mis
propuestas. En definitiva esa tensión continuada fue minando mi seguridad y
dudaba sobre cómo debería reaccionar. Con todo ello, yo estaba especialmente
tensa con lo cual di pié, al darle un par de contestaciones muy agrias, a que
me dijera que me encontraba muy distanciada y crítica con la
dirección.
Cuando llevaba en esta situación unos tres
meses, la tensión nerviosa me hizo cometer un error que en aquellas
circunstancias era muy comprometido.
En la planificación de reuniones con
clientes se presentaba un presupuesto de gastos que, una vez aprobado, se
aplicaba a los conceptos previstos, y que dentro de mi responsabilidad, yo
ejecutaba. Como era habitual que hubiese modificaciones de última hora era
frecuente que el presupuesto hubiera que suplementarlo para atender esas
necesidades. Para ello, había que pedir autorización a la persona de la empresa
que tenía dicha competencia, que variaba según la cuantía de la desviación. En
aquella ocasión las condiciones previstas se modificaron sustancialmente y el
presupuesto se disparó a última hora. Y ahí se produjo mi error. En lugar de
pedir el conforme con carácter previo, anticipe el conforme y cursé la petición
porque no se podía demorar. Al ser un incremento elevado la autorización tenía
que darla el propio consejero delegado. Cuando recibió mi petición el gasto ya
estaba comprometido y ejecutado y él sabía que no podía ser de otra
forma, pero en lugar de firmar el conforme como era lógico, se ajustó a la
norma y me pidió un informe exhaustivo de los motivos de no haber previsto bien
el gasto y de las causas por las que había lo comprometido sin previa
autorización.
Y empezó una nueva etapa aún más siniestra
que la anterior. Yo estaba pillada en falta y él lo sabía. Cuándo le pedí que
aprobase la ampliación del presupuesto explicándole las razones que lo
justificaban se hizo el desentendido al tiempo que me dejó caer que él tenía
mucha consideración con las personas que se vinculaban a su equipo y se
comprometían con su proyecto, pero que a mí me seguía viendo muy distante. Si
me quedaba alguna duda de la coacción que pretendía hacerme, con aquella
conversación se despejó de inmediato. Vi claro que pretendía utilizar aquella
ocasión para comprometerme y hacerme la vida imposible en la empresa.
Mi ansiedad se fue agudizando. Dormía mal.
Estaba tensa. Saltaba a la mínima y perdía el control con facilidad. Veía que
aquella situación no podía continuar pero no sabía como resolver el
problema.
Un fin de semana me encerré a reflexionar
sobre ello y estudiar una solución definitiva.
Las alternativas estaban claras: Entrar en
una guerra declarada contra el jefe, acusándole de acoso laboral, el tema
sexual no podía esgrimirlo ya que en ningún caso él había hecho la más mínima
alusión directa a ello. La siguiente era solicitar el despido de la empresa.
Era una solución que en ningún caso me interesaba. En aquel momento tenía treinta
y seis años, y aunque mi experiencia en el campo de las relaciones públicas era
amplio, mi título académico, filosofía, no me garantizaba volver a
encontrar empleo en las condiciones en las que tenía en la empresa. La tercera,
indeseable, era acostarme con mi jefe.
Conseguí pensar en cada una de ellas con
toda serenidad. Hice un ejercicio de abstracción y analicé fríamente las
alternativas como si en lugar de ser yo la afectada se tratara de una tercera
persona.
El sábado por la mañana tomé la decisión.
Me acostaría con él. Me convencí a mi misma que las circunstancias eran
absolutamente repulsivas pero el hecho en sí no era nada que yo considerase
trascendente. Si la solución venía por ese lado, lo que tenía que hacer era
estudiar un plan inteligente y obtener ventajas a cambio. A partir de ese
momento me sentí completamente tranquila y relajada. Dormí como un leño todo lo
que quedaba de fin de semana y recuperé mi sosiego. El lunes me presenté al
trabajo con el firme propósito de jugar unas cartas que jamás había supuesto
que tendría que utilizar.
Como premisa decidí que bajo ningún
concepto llegaría al desenlace sin que previamente me hubiese entregado el
documento comprometedor firmado con su conformidad. Y desde luego estaba
dispuesta a simular todo lo que hiciese falta para conseguir mis
propósitos.
Enseguida tuve oportunidad de comenzar a
representar mi papel. Me llamó para encargarme la organización de una visita a
Barcelona y tuve cuidado en presentar una expresión diferente de la que
venía teniendo hasta entonces, que realmente ya era extremadamente seca y
agresiva. Fui comedidamente amable, no pretendía exagerar para no revelar mis
intenciones, pero conseguí que la conversación discurriera en un tono normal.
Él, por su parte no hizo tampoco ninguna alusión.
En los días siguientes fui cambiando poco
a poco mi actitud. No entablé ninguna discusión y con mucho tacto fui
aumentando mi amabilidad, sin excesos por supuesto. En algún momento oportuno
esbocé algunas leves sonrisas que produjeron un efecto positivo. La tensión se
redujo, aunque por supuesto el documento crítico seguía estando en su
poder.
Previendo que tendría que despachar con él
varios asuntos que estaban próximos, modifiqué ligeramente mi vestuario,
sustituyendo los sweteres de cuello cerrado por camisas que en un momento dado
podría dejar ligeramente abiertas. Cuando al presentarle un planning me
inclinaba con el ángulo adecuado sobre su mesa señalándole los cronogramas
percibía que su mirada se desviaba a mi escote adivinando, más que
viendo, la curva de mis senos.
Cuando, siempre en el mismo tono impreciso
y ambiguo, me volvió a hacer una insinuación sobre la vinculación del equipo a
un estilo de dirección, yo, en lugar de pegar el respingo de costumbre,
contesté, con su misma ambigüedad, que siempre había estado dispuesta a
prestar la máxima colaboración personal con la empresa.
El tono fue cambiando y si bien la amenaza
y la coacción seguían estando presentes, la situación había cambiado
claramente. Ninguno de los dos teníamos prisa por resolver el tema del
contrato. Él porque sabía que tenía una carta a su favor y yo porque intuía que
mientras estuviéramos en aquella tesitura no la utilizaría en contra mía.
En los días siguientes advertí que era más
listo de lo que pensaba. No hizo ningún gesto de precipitación. Se limitaba a
observarme y a analizar el cambio que percibía en mi. No volvió a hacer ninguna
alusión y yo seguí presentando mi mejor expresión, al tiempo que, cuando tenía
ocasión, exhibía discretamente mi figura. Concretamente en una ocasión en que
nos quedamos solos a última hora, como era frecuente porque él seguía
llamándome al final de la tarde para despachar asuntos del día siguiente,
me puse a buscar en una estantería de su despacho unos documentos que no teníamos
controlados. Tenía puesta una falda larga de seda, cruzada y cortada al
bies, que cuando me inclinaba me marcaba claramente el trasero. Mis nalgas, un
pelín voluminosas, han sido siempre muy atractivas para los hombres con
los que me he relacionado, siendo objeto de atenciones íntimas de las que no es
momento de hablar ahora . Aun mantengo los glúteos firmes y altos a base
de ejercicio, y entonces la curva que él contemplaba, al adoptar yo de espaldas
a él en un medio perfil, era estudiadamente excitante. Según seguía
haciendo la búsqueda de los documentos, ficticia por otra parte porque ya los
había localizado, observaba sus reacciones a través de su reflejo en el cristal
de la vitrina lateral sin que él advirtiera que le espiaba, ya que seguía hojeando
carpetas . Efectivamente no perdía un detalle de mi trasero y por un momento
pensé que se levantaría y se acercaría a mí.
No lo hizo. Como ya he dicho era un tipo
listo y no quiso cometer una torpeza que le pudiera hacer perder la ventaja que
tenía sobre mí.
Terminamos de ver los documentos y me fui
sin más incidencias.
A los pocos días me di cuenta del plan que
él tenía pensado y que era diferente del que yo había previsto. Yo creía
que él lo que pretendía era quedar en un hotel una tarde o como mucho una
noche y simplemente acostarse conmigo.
Sin embargo me anunció que tenía que
preparar una visita a París, de una semana de duración para visitar una
exposición de uno de los sectores de equipamiento que nosotros trabajábamos.
Normalmente estas visitas se realizaban en
uno o, como mucho, dos días y las solían hacer los directores responsables de
las líneas de productos. Sin embargo, me dijo que en aquella ocasión, ante la
importancia de la feria, cosa absolutamente falsa, iría él en persona y sólo le
acompañaría yo. Cuando vi el programa de la exposición vi claramente cual era
su intención; pasar en París una semana conmigo, y concretamente en la cama. Me
sentí burlada en el juego de estrategia que yo quería llevar aunque, con una
sonrisa nada inocente y una mirada cómplice le contesté con toda intención que
estaría encantada de colaborar con la dirección en lo que fuera
necesario. Debió sentirse halagado aunque muy ladinamente me
comentó que había estado revisando asuntos atrasados que aprovecharía para
resolver en esa semana y precisamente llevaría el documento de marras para
firmarlo allí mismo. Hablando en plata: tendría que ganarme en la cama la
continuidad en la empresa.
Yo ya había tomado la decisión de
solucionar el problema de aquella forma así que simplemente la diferencia
se planteaba en un enfoque cuantitativo no cualitativo. No era apetecible pero
a esas alturas no era cuestión de hacer remilgos.
La feria se celebraría en un par de
semanas, precisamente después del siguiente consejo de administración.
Hice las reservas. Por si alguien cotilleaba en el departamento de contabilidad
reservé dos habitaciones, aunque ya sabía yo de sobra que una de ellas no se
utilizaría y me dispuse a esperar acontecimientos.
Realmente no conocía nada del
comportamiento íntimo del individuo, y tenía cierto recelo de que pudiera tener
hábitos desviados. Aunque disimuladas, desde la tarde en que me vio en
aquella postura, intuía sus frecuentes miradas a mi trasero y temí
que pretendiera llegar a mi por esa parte. Como no era cuestión de
hacer una encuesta, durante unos cuantos días fui a comer a la cafetería en la
que solía coincidir la gente más joven de la empresa. Me sentaba en una mesa
aparte, simulando que leía informes de trabajo mientras comía, y estaba
atenta a las conversaciones de las chicas esperando que las que habían tenido
relaciones con él hicieran alguna alusión que pudiera despejar mis dudas.
No percibí que fuera su tema de conversación, hasta el tercer o cuarto día en
que estuvieron aleccionando a una chica nueva, que por alguna razón tenía
interés en saber lo mismo que yo. Según contaban en voz baja, pero
perfectamente audible para mí, su actividad sexual era frenética, aunque no
dijeron nada de prácticas extrañas. Incluso la chica les hizo un par de
preguntas un tanto escabrosas y las otras tres, negaron que con ellas hubiera
intentado nada por el estilo y confirmaron que era muy convencional en sus
prácticas. Me quedé tranquila en ese aspecto y fui preparando mi plan para
exigir el documento comprometedor a las primeras de cambio.
Cuando faltaban ocho días para el viaje
proyectado se celebró el consejo previsto. Y cual no sería mi sorpresa cuando
el secretario me pasó el acta de la sesión e iba acompañada de una nota para
remitir todas las delegaciones y a la prensa en la que se comunicaba el cese
del consejero delegado a petición propia, un decir, agradeciéndole los
servicios prestados.
Yo pensé que había estado tan absorbida
por mi situación personal que no me había percatado de ningún indicio de que él
estuviera en la cuerda floja. Cuando comenté el acontecimiento con el resto de
directivos de área comprobé que la sorpresa había sido general. Pasó algún
tiempo hasta que me enteré de que había estado negociando secretamente con un
competidor a espaldas de la propia empresa.
Sentí una sensación de alivio
indefinible. Me vino a la mente mi teoría que todo lo que empeora tiende
a mejorar, aunque a decir verdad, en aquella ocasión desconfiaba de mis propias
ideas y no esperaba que, como sucedió, me salvase la campana.
Me di el gustazo de anular el viaje y
esperaba tener la ocasión de soltarle un par de indirectas cuando hiciese la
reunión de despedida. No la hizo. Su soberbia no soportó el que le cesaran sin
previo aviso. Al parecer él se enteró en el propio consejo al que había acudido
con un montón de propuestas a medio y largo plazo. La lectura de la escueta
nota del presidente le dejó sin habla. Y nada más terminar la sesión, que fue
muy breve, salió disparado y ni siquiera entró en su despacho a recoger sus
efectos personales.
En el propio consejo se nombró al
sustituto, que es el que continúa en la actualidad. Es un auténtico
profesional centrado en su responsabilidad y que mantiene una actitud seria y
equilibrada con todo el equipo.
En la primera ocasión en que me entrevisté
con él para preparar los comunicados de prensa, le hice mención, sin mucho
énfasis para no levantar sospechas, al contrato que su antecesor había dejado
pendiente. No le dio importancia, y no volvimos a hablar de ello. Pasaron unos
días y yo esperaba que me comentara el tema, porque en los estados contables
faltaba una partida pendiente de aprobación. Por fin me dijo que había que
incorporar el documento para cerrar el balance, creyendo que lo tenía yo. Le
expliqué que el original se lo había entregado al consejero anterior. Le ayude
a buscar en el despacho y no apareció por ninguna parte. A los pocos días me
llamó y me dijo que ya había aparecido. Según él, sin duda se había
traspapelado porque lo había encontrado en la caja fuerte entre documentos
confidenciales. Yo me hice la tonta, sabiendo que si estaba allí era porque lo
tenía intencionadamente a buen recaudo. El nuevo consejero lo firmó sin más y
me lo dio para entregar en contabilidad.
El suspiro de alivio que me salió del
pecho debe estar todavía rebotando en las paredes del despacho.
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